El pocito de agua dulce, dentro de las intranquilas corrientes que bañan el ambientado malecón, es uno de los tantos encantos que tiene la Villa Azul de Cuba, en el norte puertopadrense. Único de su tipo que se tenga conocimientos a orillas del Atlántico, fue descubierto gracias al “ingenio” de una vaca –todas las mañanas bebía allí del indispensable líquido- es este sitio, motivo de obligada visita. Durante años el brocalito, construido gracias a la sagacidad de un marinero, identificó el internacionalizado pocito, hasta la concreción de un proyecto no muy feliz, el cual cubrió por largo tiempo el encanto natural del lugar. Este tenía adaptado un molino que, al romperse, impidió la salida del agua del manto freático. Fue entonces que se hizo pública la acertada convocatoria para transformar el aclamado punto de la geografía villazulina. Y el resultado no pudo ser mejor: el arquitecto Sherly Pérez Ronda diseñó con maestría lo que hoy todos admiramos con beneplácito: un m